sábado, 10 de mayo de 2014

10 de Mayo

   Un sábado como hoy, caluroso y bochornoso, con la frente perlada por finas gotas de sudor, hace diecisiete años mi madre se encontraba en la camilla de un hospital intentando que una pequeña mocosa se decidiese a salir. Después de algunas complicaciones parece ser que estimé oportuno nacer y ya llevo en este mundo unos cuantos años (vale, no muchos. Aun que hoy uno más). Fui una niña alegre y que pronto descubrí mi pasión por los libros y por el baile y más tarde, por la escritura. Siempre sonriendo he vivido durante este tiempo de la mejor manera que he podido, con demasiado estrés por los estudios y con mis preocupaciones. He llorado, he reído, me he enfadado, he gritado, he amado (y amo a una persona a la que tengo que agradecer mi felicidad) y procuro estar siempre en paz conmigo misma. Durante este tiempo me he dado cuenta de que la vida es un soplo de aire que te mueve cada vez en una dirección y te aporta cosas que una vez te gustarán y otras no... Afortunadamente y gracias a las personas que me rodean he tenido oportunidad de plantearme algunas cosas que me han ayudado a mejorar mi forma de ser: ¿Cuántas vidas hay? ¿Cuánto viviré? ¿Qué pasará mañana? He aquí las respuestas... 
   
 -Solo una
    -Hasta que me muera
    -La sabré mañana

   Por tanto, vive hoy para amanecer mañana. Aun que suene duro, nunca sabrás si mañana, pasado o incluso hoy mismo será tu último día. Vive, de la manera que quieras y de la forma en que más feliz seas pero vive. Son diecisiete años, tú puedes tener más o puedes tener menos o incluso los mismos que yo pero tengas los que tengas nunca se es mayor para soñar, reír o cometer errores. Os dejo una canción que me gusta mucho y me anima a seguir adelante. Espero que os guste.

Una última cosa...  ¡FELICIDADES A MÍ!




jueves, 1 de mayo de 2014

"Cinco historias, un final"


        JANE DUFFOR…
   Los tacones repiquetean contra los adoquines de la acera. El humo del cigarro se difumina en la oscuridad, mezclándose con la niebla que poco a poco empieza a descender. El frío de los primeros días de invierno se cuela por mi piel apenas cubierta por unas cortas prendas, ajustadas y llamativas, mostrando sin pudor mis formas de mujer.
  
  La vida de prostituta no tiene grandes privilegios. No es algo que haga por gusto, pero tampoco me arrepiento de lo que soy. Tengo veinte años y desde hace cinco trabajo en la venta de mi cuerpo. Cuando ves a tu madre ebria cada vez que entras por la puerta, deambulando por la casa, balbuceando palabras sueltas e ininteligibles carentes de sentido y a tus hermanos con los ojos enrojecidos debido a sus largas noches de insomnio, sollozando en silencio en sus habitaciones turbados por la situación… Algo cambia dentro de ti. Decides que no quieres esa vida, que quieres que la pesadumbre y nostalgia se despeguen de las paredes de tu hogar; quieres saber qué es sonreír, salir de fiesta y qué se siente al dar el primer beso de amor. Quieres ver tus sueños cumplir, equivocarte y volver a intentarlo. Quizás solo buscas la felicidad. De repente maduras y la imagen que el espejo te devuelve es la de una niña risueña y tímida atrapada en un cuerpo de adulta. Tampoco tenía muchas opciones.
   
   Poco a poco me hice un hueco en la calle. Compartía acera con las demás chicas y debía hacer frente a la competencia y rivalidad que existía entre nosotras. El miedo que sentí al comienzo hoy forma parte de la niña que solía ser; los labios, amoratados y sanguinolentos por la contención de los gritos de dolor y sufrimiento sellaron sus heridas; las lágrimas cesaron y mi cuerpo, antes rígido y descoordinado, se ha vuelto armónico y flexible. Ahora, incluso disfruto.
   
   Las luces de un coche relativamente nuevo se abren camino a través de la penetrante oscuridad. El conductor, un hombre de mediana edad y con anillo de casado en el dedo anular de la mano que sujeta el volante tapizado en cuero me mira lascivamente y con una voz pegajosa y pedante pregunta:
   -¿Subes guapa?

   
   Me siento a su lado y noto cómo mete la mano por entre mis piernas rozando con el frío anillo mis muslos desnudos hasta ir ascendiendo lentamente. Cierro los ojos y como tantas otras veces, me encierro en la opacidad de mis pensamientos.


       …JEREMY KOREL…
   Uno. Dos. Tres. Es el cuarto vaso de whisky y su rostro sigue imperturbable en mi cabeza. La tristeza se transforma en odio. Un montón de improperios suben por mi garganta pero los acallo con un nuevo trago. El alcohol es fuego descendiendo por mi gaznate y me obliga a cerrar los ojos. Las sienes me palpitan y una náusea lucha por salir al exterior. Vuelvo a dejar el vaso en la barra y un vórtice caótico de sentimientos perdidos y emociones silenciadas me sumergen en una espiral de amargura e impotencia.
   
   Aún recuerdo ese par de cuerpos sudorosos y excitados retorciéndose bajos las sábanas; gemidos agónicos y suspiros desesperados. Otras manos manoseando sus senos, otros labios baboseando su cuello, otro hombre haciéndole el amor a mi mujer… Cada vez que cerraba los ojos, dos serpientes con la cabeza de mi mujer y su amante enroscando sus escamosos y nauseabundos cuerpos a la vez que juntaban su bífida lengua con el morbo destellando en sus afiladas pupilas atormentaban mi sueño. Una esfera negra que me atrapaba arrastrándome a la angustia y exasperación.  Y después… nada.
   
   Miro impasible mi vaso medio vacío con el licor amarillento contoneándose en su interior mas no puedo evitar preguntarme cómo he llegado a esta situación. Al igual que si en ello fuera a encontrar la solución apuro de un trago el contenido y con la resignación de quien ha sido despechado, vuelvo a rellenar la copa.
   
   Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco… Parece que empiezo a olvidar.


          …MADELAIN SIMON…
   Oigo el carrito del desayuno nada más que gira en la esquina. Las chirriantes ruedas se desplazan pesadamente por el suelo embaldosado y reluciente de la residencia. La luz del fluorescente oscila lóbregamente en el techo iluminando febrilmente. Su parpadear incesante, como si del código Morse se tratara, parece que intenta transmitir un mensaje discordante. Los pasos del conductor del carrito se suceden tenues e inevitables. En mi cabeza se sobrevienen las diferentes escenas de lo que ocurrirá, lo cual lleva siendo así desde la primera vez que ingresé en el centro hace ya casi diez años: Amanda, la enfermera regordeta, me dará los buenos días con su voz aguda e irritante; colocará el desayuno en la cama y comentará el tiempo que hace hoy. Después, como siempre, me mirará con lástima y murmurando me dejará, al fin, sola. Ingenua. La sanitaria reproduce a la perfección los pasos que había predicho y con gran precisión me atrevo esta vez a controlar el tiempo en el que los realiza. Finalmente sale de nuevo al pasillo y sus pasos se esfuman en la lejanía.
   
   Los primeros rayos de sol del mes de noviembre entran prudentes por la ventana, temerosos y precavidos hasta alcanzar los pies de mi cama. Fuera, las ramas desnudas de los árboles se balancean al ritmo del viento. Él amaba el frío. Inconscientemente evoco su imagen sonriente con la nariz colorada por el frío. Pero el tiempo, cruel devastador de historias ajenas se llevó aquello que no le pertenecía y nunca imaginé lo que pasaría después. Al igual que un fardo pesado e inservible del que hay que desprenderse, mis hijos me abandonaron a la intemperie de la residencia. Sin remordimiento alguno dieron media vuelta y como despedida me dejaron los restos de polvo y tierra que desprendieron al arrancar el coche.  Únicamente mi nieto desde la ventana de atrás me dijo adiós con la mano y la mirada cubierta por un velo de tristeza.
   
   Las manecillas del reloj corretean traviesas haciendo sucederse uno tras otro los días y los años. Mi cuerpo envejece en la soledad de la habitación con el sosiego exasperante de quien espera algo diferente y no ocurre nada.

        
       …ERIC LIONEL…
   El sonido seco del cuerpo al chocar contra los adoquines cubiertos del polvo y ajetreo diario retumba en mis oídos. El tiempo se ralentiza y solo oigo el silencio de los ánimos perdidos que salen de la boca de aquellos que se encuentran a mi alrededor. Dirijo la mirada hacia la figura contraída que yace en el suelo malherida e inconsciente. Entre la sangre coagulada salpicada irregularmente por el rostro se aprecian los rasgos, desfigurados y pálidos, de un chico de mi misma edad. La agresividad que pudiera sentir hace unos momentos se volatiza hasta convertirse en algo parecido a la compasión. Apenas lo conozco pero durante un momento aventuro a preguntarme cuál es su historia. A lo mejor es uno más del montón, un chico con la brújula estropeada; a lo mejor acabó en la calle por casualidad o simplemente porque quiso probar algo nuevo; a lo mejor huía de algo y tuvo la desgracia de toparse con la gente equivocada; a lo mejor nunca supo encontrar su lugar… A lo mejor no somos tan distintos.
   
   Es muy fácil entrar en el mundo de la calle. Una vida de miseria, violencia e ilegalidades. Amparado tras la efímera amistad de quien te teme, vives en un constante vaivén en el que, en el mejor de los casos, puede terminar tras los barrotes de prisión. Aprender a engañar, manipular y a hacerte valer para sobrevivir. Un mundo en el que las únicas leyes son las que tú impones.
   
   El sonido de las sirenas de los coches de policía resuena a lo lejos. Mi último pensamiento es para el muchacho que descansa sobre el suelo, que dudo se levante de nuevo, antes de empezar a correr y formar parte de la noche.
  
   Es muy fácil entrar en el mundo de la calle pero no lo es tanto salir  y en ocasiones… nunca logras escapar.

      
      KYLE SMITH…
   La mañana, grisácea y decaída, se cuela a través de las pesadas cortinas de mi habitación. Abro los ojos febriles y apagados, me cuesta abrirlos, como si algo me impidiese levantar los párpados. Un temblor sacude mi cuerpo y un escalofrío me atraviesa de arriba abajo al igual que un rayo. Últimamente las pesadillas me atormentan, la ansiedad me envuelve en sus brazos y entre gemidos y gritos de horror me despierto en medio de la noche, empapada de sudor y con las sábanas adheridas a las extremidades al igual que si formasen parte de mi piel. La normalidad regresa cuando me doy cuenta de que no he engordado nada mientras dormía.
   
   Atrás han quedado esos días en los que siempre había algo nuevo por descubrir. Era dueña de mi juventud, soñadora de mis sueños e inventora de sonrisas. Ahora, cada mañana es un infierno en el que tengo que sobrevivir. En cada rincón aparece la marca de la soledad como si su mayor placer fuera burlarse de mí. Pero realmente, no necesito a nadie. No me entienden y no hacen nada por entenderme. Cuando te miras en el espejo y apartas la mirada disgustada es entonces cuando te inmoviliza y poco a poco notas cómo la razón y la coherencia permanecen en las sombras.

   Conecto el ordenador y en medio de la pantalla aparece la notificación de que una de mis amigas ha publicado una nueva foto: el músculo lánguido recubre tenuemente los huesos del esqueleto y una sonrisa algo forzada se entrevé entre las delgadas líneas de lo que parecen ser los labios. “Algún día lo conseguiré” me prometo a mí misma. Y así, con algo parecido a una felicidad enfermiza empiezo a planear cómo saltarme las comidas de ese día.


       …Y UN FINAL.
   Puede que nunca se hubieran conocido o puede que alguna vez coincidieran en el centro comercial, haciendo la compra o simplemente de camino a sus respectivos puntos de encuentro. Pero nunca imaginaron que debido a una serie de imprevistos sus caminos confluyeran.
   
   Tal vez si Jeremy esa noche no hubiera salido antes del bar de lo que acostumbraba y hubiera tomado el camino del río no hubiera visto cómo Jane recibía una paliza a manos de un desconocido dejándola inconsciente y magullada en el suelo y por tanto, no la hubiera llevado al hospital.
   
   Tal vez si Eric no hubiera sentido lástima por el chico con el que acababa de pelearse y no hubiera cogido el camino más vulnerable para que la policía lo cogiese a propósito no hubiera sido juzgado y condenado a realizar numerosos trabajos para la comunidad así como a asistir a un programa de reformación de conducta.
   
    Tal vez si Kyle no se hubiera desmayado debido a la falta de alimentos, su madre no se habría dado cuenta de lo que le sucedía a su hija y no la hubiera llevado a un psicólogo. Y si la madre de Kyle no hubiese tardado un poco más en hablar con la doctora, esta no se habría fijado en el joven que limpiaba con empeño los grafitis de la pared de enfrente del centro de salud.
  
    Tal vez si Amanda no hubiera sido trasladada a otra residencia, la anciana Madelain no hubiera necesitado una nueva enfermera.
  
   El caso es que cuando Jane despertó en el hospital, el recuerdo de la mujer de Jeremy quedó guardado en el olvido. Ambos siguieron viéndose posteriormente y con el dinero recaudado trabajando como prostituta, ella empezó un curso de enfermería para cuidar a gente mayor lo que la ayudó a conseguir el puesto vacante de enfermera para la señora Madelaine. A petición de Jane, Jeremy decidió apuntarse a una terapia psicológica para sus problemas con el alcohol donde conoció a Kyle, la cual había empezado una relación con Eric, el chico que limpiaba los grafitis a la salida de su centro de salud.
   
   Puede que todo se debiese a una serie de casualidades que ejecutadas en el momento preciso dieran ese resultado… o puede que sus caminos estuvieran ya conectados a través del tiempo por un hilo imperceptible llamado Destino.